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5 de Agosto

Tal día como hoy, 5 de Agosto, pero del año...
Pinceladas de historia de la Praeceptoría Nacional del Maestrazgo Templario.
Estudios y análisis históricos.
Efemérides / Hechos relevantes / Personajes históricos.
Tal día como hoy, 5 de Agosto, pero del año...
1351 - España: Alfonso XI conquista a los musulmanes la villa de Alcalá la Real (Jaén).
Alfonso XI y Andalucía.
Un rey en tierra de frontera (1312-1350).
FUENTES:
MANUEL GARCÍA FERNÁNDEZ
UNIVERSIDAD DE SEVILLA
Praeceptoría Nacional del Maestrazgo Templario.

En la tarde del 7 de septiembre de 1312 fallecía inesperadamente en la ciudad de Jaén el monarca castellano Fernando IV. Enterrado al día siguiente en la mezquita —catedral de Santa María de Córdoba y no en Toledo o Sevilla como era tradicional— según las crónicas “por razón de las muy grandes calores que hacía en toda Andalucía”— y proclamado el infante heredero don Alfonso, que había nacido el 13 de agosto de 1311 en Salamanca, como nuevo rey de Castilla y León, se iniciaba un complejo, prolijo y largo reinado —incluida una complicada, larga y frágil minoría hasta 1325— de trascendentales consecuencias políticas, institucionales y militares para Andalucía.
Alfonso XI, hijo de Fernando IV y de Constanza de Portugal, heredó la Corona de Castilla en septiembre de 1312 con poco más de un año de edad. Hasta 1325 no fue proclamado rey efectivo en las Cortes de Valladolid de ese mismo año. De su matrimonio con María de Portugal en 1328 nacería el futuro rey Pedro I (1350-1369); y de sus relaciones con la noble sevillana Leonor de Guzmán hasta un total de once hijos bastardos, entre ellos el posterior rey Enrique II (1369-1379), origen de la dinastía Trastámara hasta los Reyes Católicos.
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DOS ETAPAS. Durante su prolijo reinado, la historiografía castellana diferencia dos etapas muy bien definidas en Andalucía; la de 1312 a 1325, que corresponde a la minoría,
y la de 1325 a 1350, de gobierno personal.
La primera se caracteriza por ser una época generalizada por la falta de poder, las turbulencias políticas y las guerras civiles entre los diferentes tutores del monarca —los infantes don Pedro, don Juan y don Felipe—, destacando hasta su muerte en 1321 la figura ejemplar de la reina abuela doña María de Molina frente a don Juan Manuel y otros nobles levantiscos castellanos. Pero en Andalucía la minoría de Alfonso XI estuvo caracterizada por la labor gubernamental de la Hermandad General de la Frontera, que dominaría el panorama político e institucional andaluz al agrupar a las villas y ciudades más importantes de los reinos de Jaén, Córdoba y Sevilla, a ciertos nobles y obispos locales e, incluso, al propio adelantado mayor de Andalucía. Sus diferentes juntas regionales—iniciadas en Palma del Río en 1313— organizan la defensa fronteriza, administran justicia, imponen y cobran impuestos regionales y firman treguas regionales con el reino nazarí de Granada en 1320. Y todo ello a veces a espaldas de los tutores, de las cortes, de los propios oficiales del rey y de otros agentes de la centralización castellana.
Frente a la anarquía reinante en Castilla, la Hermandad General de Andalucía, o de la Frontera, significaría hasta 1325 la protección de orden regio y sobre todo la guarda de los intereses territoriales andaluces frente al resto del reino. Algunos investigadores han querido ver en todo ello los orígenes medievales del regionalismo andaluz, que en ningún caso fue divergente con el resto del reino
de Castilla. Por ello en 1325 Alfonso XI, consciente de su poder y autonomía regional, la suprimió definitivamente.
La segunda etapa se caracteriza en Andalucía por varias líneas de actuación política centralizadora. Entre ellas, ninguna tan activa como la lucha contra la nobleza díscola al reconocimiento de la autoridad regia, que encabezaría hasta 1338 la bandería de don Juan Manuel, adelantado de Murcia, y don Juan Núñez Lara. Sin embrago, esta práctica política no gozó en la frontera de la virulencia que tuvo en Castilla. Por el contrario, la reconstrucción del poder real alcanzó entre los concejos andaluces una notable diligencia entre 1326-1348 mediante la emisión de múltiples y variados ordenamientos regios que trasformaron en Andalucía los arcaicos concejos abiertos en regimientos cerrados o ayuntamientos de funcionarios vitalicios o regidores de elección regia. Todo ello unido a una intensa actividad legislativa en beneficio de unidad foral de la Corona de Castilla a favor de Las Partidas, cuya máxima expresión fue el Ordenamiento de Alcalá de 1348.
En cualquier caso, y al margen de las actividades políticas y gubernamentales, Andalucía experimentó durante el reinado de Alfonso XI el capítulo final de las grandes conquistas territoriales iniciadas en el siglo XIII, en tiempos de Fernando III, el Santo, con la conquista y repoblación del valle del Guadalquivir. Igualmente, durante estos casi cuarenta años —de 1312 a 1350— la Corona de Castilla dominaría por completo el Estrecho de Gibraltar con las progresivas conquistas de las plazas ribereñas de Tarifa (1291), Gibraltar (1309-1333) y, sobre todo, Algeciras (1344-1369).
Además, el monarca incorporaría a la Andalucía cristiana no sólo grandes extensiones de tierras fronterizas, más o menos importantes económicamente, sino, sobre todo, una serie de núcleos urbanos de tipo medio —Olvera (1328), Teba (1330) y Alcalá la Real (1341)— y un sinfín de pequeñas construcciones fortificadas en las sierras Subbéticas, tales como Tíscar, Pruna, Ortegicar, Cañete la Real, Locubín, Priego y Carcabuey, entre otras. Incorporaciones que dieron lugar a una determinada organización de la defensa fronteriza en torno a tres líneas fortificadas de norte a sur: desde las grandes ciudades bases cabeceras de los reinos —Sevilla, Córdoba y Jaén— a las vastas marcas militares fortificadas, cabeceras de distritos rurales de notable valor estratégico en manos de linajes emergentes de nobles regionales y las órdenes militares Santiago, Calatrava y Alcántara, especialistas en la defensa y repoblación de los señoríos fronterizos.
Para garantizar la defensa de la frontera granadina, Alfonso XI llevaría a cabo una contundente política de fortalecimiento demográfico mediante la emisión de cartas pueblas y privilegios fiscales con una evidente finalidad poblacional. Así se constata documentalmente en las plazas de Alcaudete, Alcalá la Real, Teba, Olvera, Tarifa, Gibraltar y Algeciras, entre otras localidades de primera línea fronteriza. En este sentido, deben destacarse, en el contexto de su prolija tarea repobladora y militar, la promoción social y política de la caballería popular o villana en muchas villas rurales de los reinos de Sevilla, Córdoba y Jaén “para que estedes mejor guisados de cavallos” ; la proliferación de servicios militares —rondas, velas, guardas, escuchas y atalayas— a expensa de los propios municipios fronterizos; y, sobre todo, el impulso dado a actividades de fábrica en el complejo sistema de fortificaciones andaluzas, en torno a las grandes marcas señoriales o municipales, destinando para “adobar los muros” notables cantidades de dinero de la hacienda regia o municipal, como sucedió, por ejemplo, en Écija (1324), Jerez de la Frontera (1327), y Arjona (1336), entre otras poblaciones cabeceras de vastos distritos rurales fronterizos con los granadinos. La práctica política de Alfonso XI terminaría definitivamente por convertir a Andalucía en tierra de frontera, situación ésta que marcaría para siempre las estructuras socio-mentales del nuevo territorio castellano, abundando en su singularidad regional, y que se prolongaría, al menos, hasta la desaparición del reino nazarí en 1492.
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EL REY Y EL HOMBRE. Alfonso XI, rey de Castilla y León (1312-1350), ha pasado a la historia de España por ser un monarca básicamente conquistador en la frontera; el vencedor de El Salado en 1340 frente a los musulmanes granadinos y norteafricanos, la última de las grandes batallas de la reconquista hispánica que supuso el principio del fin de la presencia norteafricana en Andalucía; el dominador naval del Estrecho de Gibraltar con la ocupación de la ciudad de Algeciras en 1344 tras largo y difícil
cerco, despejando definitivamente la ruta de poniente entre el Mediterráneo y el Atlántico y convirtiendo a la ciudad algecireña en el gran puerto del sur peninsular; el colonizador de las sierras subbéticas andaluzas con la conquista y repoblación de Olvera, en 1327, Teba, en 1330 y, sobre todo, Alcalá la Real, en 1341.
Esta visión fundamentada en la historiografía cronística castellana trastámara contrasta hoy, sin embargo, con el perfil de un príncipe moderno; impaciente por el definitivo control político y señorial —a veces violento o justiciero— de la vieja nobleza castellano-leonesa, que lideraba don Juan Manuel, don Juan Alfonso de Haro y don Juan Núñez de Lara, entre otros rancios linajes meseteños de poderosos ricos hombres; un monarca decidido a la promoción política y social de los letrados —de los hidalgos y caballeros de las ciudades— instruidos en letras y en leyes en la universidades y fieles en el servicio de la Corona, como sería el caso de Gonzalo García de Gallegos, alcalde mayor de Sevilla, embajador castellano en Barcelona, Fez y Aviñón; un rey vehemente por la implantación territorial del nuevo derecho romano —según Las Partidas— en todo el reino castellano tras el Ordenamiento de Alcalá de Henares de 1348; y, sobre todo, un soberano expeditivo en una vasta tarea de reforma del gobierno municipal —los acreditados regimientos o ayuntamientos— para diligencia de las oligarquías locales y derogación de las arcaicas y complicadas asambleas vecinales o concejos abiertos. Un estratega centralista contrario a las hermandades políticas concejiles, entre ellas, lógicamente, por su sentido regionalista la Hermandad General de Andalucía.
Tampoco ha quedado en la memoria histórica castellana y andaluza la imagen de un hombre humanista, que mandara redactar a Fernán Sánchez de Valladolid, su secretario de la puridad, las Tres Crónicas de sus antepasados Alfonso X, Sancho IV y Fernando IV; ni su manifiesta afición a la caza, como se recoge en el Libro de la Montería, que dispusiera confeccionar a mediados del siglo XIV. Ni, por supuesto, sus aficiones musicales y poéticas portuguesas, ni las devociones religiosas marianas —a Santa María de Guadalupe— y hagiográficas a San Hipólito, por el día de su nacimiento. Tampoco se ha generalizado la figura excepcional de un monarca valeroso y caballeresco, que se hizo armar caballero en Santiago de Compostela y ungir y coronar en el monasterio de Santa María de las Huelgas de Burgos en 1332 y que fundó la Orden de Caballería de la Banda Escarlata para distinguir a sus vasallos y colaboradores más directos.
Estos negocios quedarían casi siempre en un segundo nivel para gran parte de la historiografía trastámara posterior, al considerar que el origen de la nueva dinastía castellana, que se inaugura con el rey Enrique II (1369-1379), tuvo su fundamento ideológico en el reinado de su padre Alfonso XI.
Pues este monarca defendió y auspició abiertamente el crecimiento político, social y económico de sus once hijos bastardos con la noble sevillana doña Leonor de Guzmán frente al legítimo heredero, el infante don Pedro, nacido de la reina doña María de Portugal.
Pero hay más. En Andalucía es de justicia destacar también con acierto, frente a otros análisis más superficiales, el desarrollo del contorno geopolítico de un monarca diplomático, con excelentes relaciones familiares en circunstancias militarmente complicadas en Portugal, ante su suegro Alfonso IV, y en la Corona de Aragón, ante su cuñado Alfonso IV; un rey conquistador, pero capaz de firmar acuerdos pacíficos muy ventajosos con Granada y Fez, a pesar de la situación bélica permanente en la frontera; un príncipe cristiano ampliamente reconocido en la corte pontificia de Aviñón como cruzado milites Cristi; un soberano admirado y querido por sus amigos ingleses, franceses y navarros, a los que trató con notable equilibrio cortesano, pese a su singular enfrentamiento europeo en la Guerra de los Cien Años a favor de la Corona de Francia.
Un hombre amigo de los judíos andaluces de Córdoba, Arjona o Sevilla, a cuyas comunidades siempre respetó, como a don Yuçaf de Écija, almojarife mayor del reino en 1322 y al que le permitió la edificación en 1337 de una sinagoga en Sevilla y Écija.
Un hombre, en fin, controvertido —incluso violento, si se quiere— que estuvo, no obstante, siempre a la altura de su propio tiempo: un período de crisis y dificultades en toda la Península Ibérica. Y que no dudó en reconocer sus posibles errores, públicos y privados, como gobernante cristiano modélico en la piadosa oración antes de la batalla de El Salado el 30 de octubre de 1340 ante el arzobispo de Toledo don Gil de Albornoz.
“Señor, yo rey pecador, a ti me torno de buen corazón e de buena voluntad”. Espejo de virtudes morales cristianas que se acopiarían en 1344 en la obra del fraile portugués Speculum Regum, dedicada a Alfonso XI, como modelo del buen gobernante. Un monarca siempre generoso en el perdón con sus fieles, como fue el caso de Alfonso de la Cerda en 1331, recibiéndolo por vasallo, dotándolo de bienes en Gibraleón y cerrando la cicatriz de años de controversias y disputas dinásticas. O ante don Juan Manuel, su tradicional enemigo nobiliario, a quien entregó en 1340 la dirección de la batalla de Tarifa. Y, sin embargo, un hombre vehemente en la ira regia que no dudaría en mandar ajusticiar a los más díscolos a su autoridad ya fuesen parientes, privados o consejeros, como su valido don Álvar Núñez de Osorio en 1328, señor de Palos, acusado de traición.
Al final de su vida, dispuso enterrarse en la capilla real de la mezquita-catedral de Santa María de Córdoba, junto a su padre. Ciudad a la que admiraba profundamente —como se comprueba en la rehabilitación del Alcázar de los Reyes Cristianos o en la edificación de la real iglesia colegial de San Hipólito— y a la que otorgó —junto a sus respectivos cabildos municipales y eclesiásticos— abundantes privilegios y franquicias. Si la historiografía romántica andaluza viene considerando desde mediados del siglo XIX a Fernando III, Alfonso X y Pedro I como soberanos “sevillanos”; es de justicia reconocer también que Fernando IV y, sobre todo, Alfonso XI lo fueron “cordobeses”.
En efecto, desde su muerte en 1350 el cuerpo de Alfonso XI estuvo depositado en la antigua capilla real de la catedral de Sevilla, junto a Fernando III y Alfonso X. Pero en 1371, su hijo, Enrique II, conociendo la voluntad de su padre, lo trasladó a la capilla mayor de la mezquita-catedral de Córdoba, una vez concluidas las obras de rehabilitación, juntamente con los restos de su padre Fernando IV, que estaban, tal vez ya desde 1312, en una capilla menor de la referida catedral.
Allí los visitó e inspeccionó el rey Felipe II en 1571. Definitivamente en 1736, por orden de Felipe V, ambos féretros de madera, fueron solemnemente trasladados a la real colegiata de San Hipólito, fundación de propio Alfonso XI de 1343, en cuyo presbiterio residen hoy en ambos sarcófagos de mármol rojo de 1846. El de Alfonso XI ,en la nave de la epístola; el de Fernando IV en la del evangelio.
En la mañana del día 30 de octubre de 1340, al noroeste de la ciudad de Tarifa, e el arroyo conocido como El Salado, muy próximo ya al litoral atlántico andaluz, tuvo lugar una de las últimas y grandes batallas de la llamada reconquista hispánica de al-Andalus, por razón del choque bélico de una alianza de ejércitos cristianos, castellanos y portugueses liderados por Alfonso XI y su suegro Alfonso IV, respectivamente, frente a huestes musulmanas, integradas por los benimerines de Abu-l-Hasan y los granadinos de Yusuf I. En muchos sentidos, este singular enfrentamiento reproduce lo sucedido en las Navas de Tolosa el 16 de julio de 1212. Y así lo reconoció el autor de la Gran Crónica de Alfonso XI, Fernán Sánchez de Valladolid, testigo directo de los acontecimientos. En el fondo lo que estaba en juego en Andalucía no era sólo el dominio de las plazas del litoral atlántico, sino el libre tráfico marítimo por el Estrecho de Gibraltar, vital en la llamada ruta europea del poniente; lo que explicaría que la flota cristiana, que vigilaba la ciudad de Tarifa, único puerto bajo control castellano en la zona, estuviese integrada no sólo por naves y marinos andaluces, sino también por aragoneses y genoveses al servicio del rey de Castilla.
Así debía entenderlo, desde luego, el sultán Abu-l-Hasan Alí al cercar Tarifa en junio de 1340 desde Ceuta con la ayuda de su aliado granadino Yusuf I, declarándose, como ya lo hicieran los antiguos sultanes almohades “malik al’udwatayn”; es decir, señor de las dos riberas del Estrecho.
La tenaz resistencia de Tarifa durante varios meses permitió al rey castellano conseguir dineros y reclutar aliados importantes —príncipes y nobles navarros, aragoneses, portugueses, incluso algunos ultramontanos— que llegaron a Andalucía por las bulas de cruzada que predicara en 1339 el Papa Benedicto XII. Pero sobre todo, aseguró a Alfonso XI contar con la ayuda militar de su suegro, el rey Alfonso IV de Portugal, quien acudió en persona al frente de su ejército a Sevilla, al tiempo que mandaba a su almirante Manuel Pezano con su flota a la guarda del golfo de Cádiz y el Estrecho de Gibraltar. Sin embargo, hasta el 15 de
octubre no pudo Alfonso XI reunir en Sevilla una hueste suficiente —de cerca de 20.000 infantes y 10.000 caballeros— como para enfrentarse con éxito a los aliados islámicos, muy superiores en número —más de 60.000 hombres entre peones y caballería ligera— según el cronista castellano. Alfonso XI hace del empeño un asunto personal, pues “más quería muerte, que ser Tarifa perdida”. Al alba del 30 de octubre, con las dos huestes ya frente a frente y perfectamente visibles desde las torres de Tarifa, los portugueses fueron los primeros en cruzar el arroyo hacia el interior, atacando por sorpresa a la infantería granadina de Yusuf I, que no pudo resistir el empuje de la caballería lusitana, ni ejercitar las técnicas de avance y retroceso. Por su parte, los castellanos intentaron hacer lo mismo por el centro y el litoral, pero fueron frenados por los infantes y arqueros benimerines de Abu-l-Hasan que dominaban las alturas del territorio y el paso del puente; lo que provocó dudas en don Juan Manuel y en los mandos cristianos de la vanguardia que debían cruzar el puente o vadear el arroyo hacia Tarifa. A punto estuvo todo de fracasar, cuando las milicias municipales de la ciudad de Sevilla, mandadas por Gonzalo Ruiz de Manzanedo, su alférez mayor, cruzaron sorprendentemente El Salado por el puente, estimulando con su valentía y arrojo, al resto del ejército castellano, incluido el propio rey y los líderes militares de la vanguardia castellana, los hermanos Gonzalo y Garcilaso Ruiz de la Vega. En la confusión, los tarifeños salieron ahora de la ciudad cercada sorprendiendo por retaguardia a los propios musulmanes e impidiendo el posible auxilio a los más expeditivos que soportaban, sin éxito, la carga de la caballería pesada castellana, que cabalgaba, por fin, en demoledora formación cerrada y “con el sol en los ojos” contra la desorganizada infantería norteafricana, en dirección al campamento de Abu-l-Hasan. Al medio día la batalla estaba decidida. El éxito cristiano fue absoluto. El maestre de Santiago y don Juan Núñez de Lara penetraron violentamente en el campamento norteafricano sin respetar la vida ni los bienes de los que allí todavía se defendían, capturando o matando incluso a mujeres y niños, movidos tan sólo por la codicia del impresionante botín que encontraron. Pues el sultán de Fez, que había abandonado a su suerte el campamento regio, incluida su propia familia, regresó en desbandada a Ceuta desde el puerto de Algeciras, burlando la vigilancia de la flota cristiana. El rey de Granada huyó a uña de caballo desde Algeciras a Gibraltar.
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Alfonso XI, que había escapado milagrosamente de una herida en la refriega, reprochó a los cristianos tan deplorable actitud —impropia de caballeros— y obligó con duros escarmientos a devolver todo lo injustamente robado. Pero desgraciadamente ya era tarde y muy poco se pudo recuperar tras la deserción general de los musulmanes. La victoria de El Salado —con más de 20.000 muertos— puso de inmediato final del cerco de Tarifa, y entregó a los castellanos el dominio del Estrecho de Gibraltar. En Europa su repercusión fue enorme, especialmente en la sede pontificia de Aviñón. Incluso, según algunas crónicas cristianas de la época, el precio del oro bajo un tercio su valor por la gran cantidad de metales preciosos y joyas apresados. Y, sobre todo, dejaría definitivamente a solas Granada frente a Castilla. Y el sultán Yusuf I lo intuía, como recoge una vez más el Poema de Alfonso el Onceno:
“¡Granada, la muy
noble! / oy perdiste grand abrigo /
poderío e altura, / que te siempre
ennoblesçió/. Mudada es tu ventura, / la
rueda se volvió…/ Yo tu rey finco vençido
/ ca no se que faser, / pues el poder e
perdido, / ca non te puedo defender/…”
IMAGEN I.- Estatua de Alfonso XI ubicada en Algeciras.
IMAGEN II.- Óleo de José María Rodríguez de Losada que representa la escena final de la batalla de El Salado en la que Alfonso XI entrega la banda dorada al capitán Zurita que dirigía la tropa jerezana.
IMAGEN III.- Batalla de El Salado.

CRONOLOGÍA:
1311 Nacimiento de príncipe heredero don Alfonso en Salamanca.
1312 Muerte de Fernando IV en Jaén. Proclamación de Alfonso XI como
rey de Castilla y León.
1312-1325 Minoría de Alfonso XI. Andalucía fiscalizada por la Hermandad General de Andalucía o de la Frontera.
1319 Derrota y muerte de los tutores, los infantes don Juan y don Pedro,
en la vega de Granada.
1325 Cortes de Valladolid. Mayoría del monarca. Fin de la Hermandad
General de Andalucía.
1327 Conquistas de Olvera, Pruna, Ayamonte y Torre Alháquime.
1330 Conquistas de Teba, Cañete la Real y Ortegicar.
1333 Pérdida de Gibraltar a manos de los benimerines.
1339 Los benimerines cruzan el Estrecho desde Ceuta. Saqueo del bajo Guadalquivir y cerco de Tarifa.
1340 Batalla del río Salado.
1341 Conquista de Alcalá la Real, Locubín, Priego y Carcabuey.
1344 Conquista de Algeciras. Castilla domina El Estrecho.
1350 Muerte de Alfonso XI en el cerco de Gibraltar.

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